OPINIÓN | Chavistamente: De aliados a daños colaterales, por Carola Chávez
Hace veinte años todos los noticieros nos contaban lo terrible que era ser mujer en Afganistán. Entonces supe del burka, ese traje jaula que imponían los malvados talibanes a las mujeres allá. Burka, burka, burka burka, la palabra más pronunciada todos los medios, casi más que la palabra talibán. ¡Hay que salvar a esas mujeres!
Otra de las cosas con la que nos estremecían los medios de manipulación masiva entonces era la destrucción de patrimonios culturales de la humanidad en manos de los talibanes salvajes. Recuerdo haber visto decenas de veces el video de la destrucción de dos Budas tallados en la roca viva, milenarios, gigantescos, sentados en la falda de una montaña afgana y viendo ir y venir la historia hasta que los talibanes los minaron de explosivos y los hicieron estallar, mutilándolos, decapitándolos, tal como hacían con la gente que se les atravesaba. ¡Hay que salvar el patrimonio cultural de la humanidad!
Los talibanes daban pavor. Salvajes que atentaban contra la civilización. Terroristas que tumbaron las Torres Gemelas y que esconden a Bin Laden en las montañas afganas. ¡Hay que bombardearlos!
Bombardeados todos nosotros de propaganda primero, eso sí. Era tal el aturdimiento que produjeron los medios, que hubo tanta, tanta gente, en este hemisferio occidental, el civilizado, el nuestro; que se sintió aliviada, su miedo apaciguado por las terribles explosiones, ya no de los talibanes reventado estatuas milenarias, sino de las bombas de la OTAN reventando afganos, malucos todos, sospechosos todos… hasta que vimos el primer niño reventado a bombazos.
Cortocircuito: Los soldados salvadores no estaban salvando todo bien bonito, como salvaban al mundo en las películas de Hollywood que tantísimas veces tragamos. El soldado Ryan, tan catire, tan bello, le arrancó el burka a una muchacha, no para liberarla sino para violarla en grupo, a pleno día, en una calle de Kabul. Tom y Jimmy lo fotografiaban todo mientras esperaban su turno de violar y ser fotografiados.
Soldados que se tomaban fotos con cadáveres como si fueran trofeos. Vimos montañas de niños pequeños convertidos en un amasijo de carne. Supimos, nos explicaron en el noticiero, que no eran niños, eran daños colaterales. Es que los talibanes malucos se escondieron en una escuela, o en un hospital y bueno, hay que matarlos a bombazos…
El espantoso relato diario de la guerra se fue apagando de los noticieros. Ya no se hablaba del burka. Ya el Mulá Omar se escapó en un burro. Osama Bin Laden también, pero no importa porque resulta que fue Sadam Husseín, mira tú qué cosas, el maluco que tumbó las Torres Gemelas y patrocina el terrorismo. ¡Qué miedo, qué miedo, vienen por nosotros!…¡Bombazos!
Hemos visto la construcción de las guerras en vivo y directo, así como hemos visto la violencia, la destrucción, el reguero de sufrimiento crónico que van dejando. Hemos visto cómo se “ablanda” la opinión pública a punta de miedo. Hemos visto al mundo aceptar el infierno de otros a cambio que una terrorífica amenaza que nunca existió se acabe.
Hemos visto cómo las sociedades hacen callos y se desensibilizan. Hemos visto que ya el miedo de antes no asusta, pero ya no importa la mentira, el mundo es cómo es y no se puede cambiar. Total, esas guerras pasan lejos. Que siempre pasen lejos, allá donde la gente no se parece a nosotros.
Pero no pasan lejos. Desde hace más de veinte años sus cañones nos apuntaban cada vez como más desparpajo e insistencia. Pasa que Venezuela está en el mapa de guerras que los gringas dibujaron hace décadas. Pasa que algunos venezolanos parecen no verlo, aún cuando somos una “amenaza inusual y extraordinaria”, aún cuando somos “patrocinantes del terrorismo”, aún cuando somos “violadores de derechos humanos” y “un narcoestado que amenaza para la estabilidad de la región” según el principal sembrador de guerras del planeta. ¡No lo ven!
Venezolanos que masticaron el catálogo completo de propaganda de guerra y se lo tragaron, convirtiéndose en instrumento ciego de su propia destrucción. Entren por Cúcuta, plis. No pudieron, pero aún la esperanza renacía casa vez que desde la Casa Blanca les aseguraban que todas las opciones estaban sobre la mesa. ¡Amén, amén amén!
Veinte años llevamos apagando con paz la misma guerra que Afganistán no pudo apagar. La misma guerra que destruyó a Iraq, Libia y destruye a Siria. Veinte años viendo el infierno que nos tocaría si dudamos, si flaqueamos, si fallamos.
Entonces la imágenes recientes del de Kabul, su pista de despegue llena de gente desesperada que buscaba colgarse de los aviones que se despegaban sin ellos. Una multitud distinta a los afganos que los medios de siempre nos mostraron. Su ropa no era la misma. Sus peinados también. No había barbas desgreñadas, ni burkas desteñidos. “Aliados” les decían los gringos antes de dejarlos botados convirtiéndolos a ellos también en daños colaterales.
Y del aeropuerto de Kabul pensé en los aliados que se fueron hace un par de años al aeropuerto de La Carlota con sus banderas gringas amarradas a nuestra bandera para recibir la invasión gringa que no fue. Recuerdo su frustración y su derrota. Recuerdo su rabia renovada y luego el largo silencio que se apagó con la vuelta a una vida llena de fotos lindas.
Desde entonces algo parece haber cambiado. Haber padecido los efectos innegables del bloqueo, sentir el aliento fétido de la guerra resoplando tan cerquita, quizá ese miedo realmente espantoso hizo que quienes querían que nos invadieran empezaran a quererse y a querer a nuestro país un poquito más.
Ojalá sea eso. Ojalá hayan entendido que los Estados Unidos no son aliados de nadie, que no salvan a nadie, ni siquiera a los suyos. Y si no lo han entendido, allá ellos. Nosotros seguiremos defendiendo la paz para que ninguno de ellos tenga que “salvarse” colgado del tren de aterrizaje de un avión de guerra gringo que se va y no lo quiere llevar.
¡Nosotros venceremos!
CAROLA CHÁVEZ